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miércoles, 9 de septiembre de 2015

Una década de símbolos

Soy un amante de los símbolos. Creo que la acción pastoral se mueve mucho en torno a ellos. Aún más: gira en torno a hechos, a detalles aparentemente insignificantes que dan significado a la vida. Cada quien que ha asistido a un evento, un campamento, una reunión, que ha escuchado una reflexión, una homilía o algo por el estilo guarda un símbolo que le recuerda algo poderoso. Algo que le hace recordar que la vida tiene sentido o, al menos, que ese preciso momento en que se obtuvo el símbolo tiene sentido. No se adora el símbolo por sí mismo. Se añora la razón por la que se tiene. Se ama al significado del símbolo.

El símbolo por excelencia: la cruz. Aquella que recuerda a un héroe que ofreció su propia vida por personas que ni conocía. Aquella que refleja a una persona que nos presentó un estilo de vida basado en el respeto al otro. Cada quien que ha hecho parte de un círculo pastoral guarda al menos una cruz, aquel símbolo que también le recuerda la identidad que ha decidido asumir.

Una pastoral sin símbolos es una pastoral que olvida su esencia, es un simple conjunto de personas que actúa sin historia. Un grupo de gente que actúa como una organización sin ánimo de lucro y ya. Un grupo que quiere actuar sin dejar huella. El símbolo es garantía de marcar esa huella, de permitir que la hoja en blanco que muchas veces somos nosotros no permanezca en blanco.

Como bien lo decía, un símbolo no es sólo un objeto. También puede ser algo intangible. Una fecha, por ejemplo. Una fecha simbólica como hoy, 15 años exactos después de hacer mi primera comunión, un 9 de septiembre del año 2000. Quise escoger un día como hoy, precisamente simbólico, para escribir de nuevo. Escribir hoy tiene sentido para recordar otro número igualmente simbólico: 10 años de acción pastoral. Una década cargada de muchos eventos significativos, en especial dos que vale la pena conmemorar desde lo personal.

El primero de ellos, la entrada a una comunidad juvenil: aquel espacio que te abre las puertas de un mundo que se imaginaba desde fuera como algo diferente. Vivir la fe con autenticidad, siendo uno mismo y sin necesidad de cambiar. Saber que la fe no se trata de solo "camandulear" (1), como se diría en Colombia, es algo que aprendí allí. Puedes tener fe jugando, cantando, bailando, viajando, demostrándole a otros que hay razones por las que vale la pena vivir. Finales de agosto de 2005, un 19 si no me falla la memoria. Comunidad Alma, del colegio Santa Teresa de Jesús, la primera que me brindó la oportunidad de pertenecer a un conjunto de personas. Allí empezaría el ser amigoniano.

El segundo evento, una acampada. 23 al 25 de septiembre de 2005, si tampoco me falla la memoria esta vez. Tan remota pero también tan cercana como en la zona rural de un pueblo llamado Cunday. Allí conocí que había más gente comprometida por una causa. Más gente que vivía la fe con juegos, bailes, carreras y más cosas que se pueden vivir en un campamento. ¿Qué guardo de ese momento? Un símbolo, precisamente. Una camiseta, la primera con la que me pude sentir como parte de una comunidad. No es la camiseta en sí lo que importa, es lo que significa: aquellas noches de dormir en carpa con gente hasta entonces desconocida, caminatas, reflexiones, conocer historias y gente valiosa. Hay más símbolos que aparecieron desde entonces, pero en especial quería recordar éste.

Los símbolos importan cuando les das sentido y no se pierde de vista el porqué de su existencia. A cada quién le invito a preguntarse: ¿Qué símbolos tienes? ¿Qué significan para ti? Aún algo más importante: ¿A qué te inspiran?


(1) Según el diccionario de la RAE, camandulear significa "ostentar falsa o exagerada devoción". Sería más en esa acepción.

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